Una prosa sincera sobre el dolor

 

[Niño y cesta] Hidalgo, 1933. Colección y Archivo de Paul Strand

Tengo un corte considerable en mi brazo estoico. Un afiladísimo cuchillo me abrió las venas por un descuido mío y, por tanto, ahora voy regando de sangre los lugares que recorro. Mi cama está empapada, como también mis ropas y zapatos, pero no es la primera vez que se me cortan las venas. Estoy acostumbrado a disculparme por las manchas de sangre que dejo en mis caminos extraños. Desde hace unos días ando por allí empapado de mi sangre, pero uso un traje y trabajo como si nada pasara. Y en verdad, hago un grandísimo esfuerzo por convencerme de que no ocurre nada relevante.

Mi alma ha sido mutilada en otras ocasiones. Alguna vez caí desde grandes alturas a los pozos más profundos del destino. Estuve en el abismo de la tierra, en el fondo más hondo de la vida y en los bordes de la misma muerte, e incluso más allá. Me han incendiado, ahogado, ahorcado, torturado, amarrado, destrozado y hasta enterrado vivo, pero mi carne es testaruda y mi alma caprichosa, por lo que nunca muero. Cuando mi cuerpo muera al fin, estimo que igualmente mi alma estará más viva que nunca, porque creo de corazón que el ingrediente de la mortalidad no ha sido utilizado en mi creación. Nadie puede comprender el modo en que me hicieron, ni siquiera yo mismo que he convivido conmigo durante 27 años. Siempre he sido extravagante. Ahora, por ejemplo, tengo un océano negro en el centro de mis ojos, que alberga monstruos y fantasmas bondadosos que me susurran por las noches en mi soledad. Me dicen que soy un lago entumecido por el invierno de mis penas, y que mis peces están congelados, que mis praderas han sido quemadas y que mis árboles están secos. Sin embargo, ellos saben que no importa que el mundo arda, porque yo soy inquebrantable. Da igual que el mundo se caiga a pedazos y que la gente grite desesperada y huya como hormigas ante la lluvia, porque nada me afecta en lo absoluto. Y si bien mis pasos son predecibles y mis palabras cuidadosas, mis decisiones son enteramente determinantes. Yo tengo los ojos cerrados y los oídos bien atentos. Mis manos no tiemblan, mi corazón late en silencio, mis palabras están bien educadas y mi mente se mantiene atenta, atenta, atenta, despierta, latente, alerta. Yo leo y releo el Capítulo II del Dhammapada, sobre La Atención: "La atención es el camino hacia la inmortalidad; la inatención es el sendero hacia la muerte. Los que están atentos no mueren; los inatentos son como si ya hubieran muerto". Por eso mi mente es mi cuartel, mi fortín, mi castillo de acero inoxidable. En la puerta se mantiene de pie mi guardia más leal y capacitado, armado con las armas más letales, listo para matar o morir con el fin de resguardar mi más íntimo universo, mis más lejanas galaxias y mis más tristes estrellas. Pero nada importa, nada ocurre, nada me importa, nada me ocurre, porque mis objetivos son un sable afilado por el herrero más competente de mi ciudad, y pueden partir en dos o en tres cualquier barrera que pretenda detener mis anhelos.

Mi sangre es el tipo de sangre que la naturaleza obsequia a quienes están destinados a levantar eternamente una roca sobre un cerro hecho de clavos, con una sonrisa en el rostro. Y yo sonrío con sinceridad, porque creo que estoy hecho de un material diferente, pensado y elaborado para el sufrimiento, para las más grandes calamidades y los más horribles pesares. Yo soy Sísifo, condenado en el Hades por la eternidad a cargar una roca pesada sobre el lomo de una colina; soy un derrotado hecatónquiro que vive serenamente en el tártaro, esperando con paciencia escapar algún día o alguna noche.  No temo mi destino ni me quejo por lo que me ha tocado vivir. Puedo sufrir eternamente y aun así vencer, vencerlos, vencerte, vencerme. Mi cuerpo lleva consigo restos de mis antepasados, pedazos de carne de mi familia, retazos del espíritu de mi hermano mayor, los huesos rotos de papá y la sangre noble de mamá. Ahora, por ejemplo, estoy escribiendo con mi sangre desangrada. Soy un río turbulento de tinta, porque en mi pecho tengo un huracán de cuchillos que me rasga y perfora con sus giros. Soy también un pedazo de papel y un borrador que nunca borra. Soy un lápiz que no sabe escribir verdades a medias, un intento de poema demasiado sincero y pesado para un mundo hecho de latas y terciadas. Yo soy esta prosa sin estructura, este párrafo demasiado extenso, un soneto sin versos endecasílabos, una novela con excesivo romanticismo, un ajedrecista exageradamente posicional. Y es que el hombre que ha sido destruido de mil maneras diferentes, conoce también mil maneras de reconstruirse. Esta es una de miles.

Tengo un corte considerable en mi brazo estoico, pero no temo desangrarme. Soy capaz de morirme y seguir siendo feliz en el más profundo infierno. Dios sabe que no actúo correctamente solo para ganarme el cielo o evitar el infierno; Dios sabe que soy humano y que soy de los menos horribles que existen. Dios sabe que estoy listo para morir, preparado para ir a donde él quiera que yo vaya. No temo mi futuro, no temo mi muerte, no temo la vida. Dios sabe lo que solo él y yo sabemos. Yo no pretendo que los demás vivan como yo. Los demás pueden elegir cómo morir, ya que las decisiones no se definen ni se tratan de cómo vamos a vivir, sino de cómo vamos a morir. Pero después de todo, los jóvenes no están preparados para comprender mis palabras, porque en realidad ni siquiera comprenden sus propias palabras o ideas. Y siendo honestos, tampoco me pesa que no me comprendan, porque yo tengo un castillo de rocas sobre una colina hecha de piedras. En una de sus habitaciones tengo mi trono, una silla de madera hecha por las manos de mi abuelo Juan. Esa habitación tiene una ventana con una vista preciosa como el sol naciente, por la que miro y me distraigo observando pájaros que sobrevuelan el pueblo que duerme tranquilo. En mi castillo leo y releo Pedro Páramo, El Llano en llamas y Aire de las Colinas. No necesito otros libros y tampoco recibo recomendaciones.

Mi alma ha sido mutilada en otras ocasiones y, sin embargo, espero peores castigos. Pero ocurre que anoche soñé contigo, Thales Nicolás. Vos sos mi más grande esperanza, hermano mío, hijo de mi vida, vida de mi vida. Estás creciendo como los más nobles árboles, mi pequeño refugio. Hace 7 años yo era mucho menos de lo que soy hoy, porque ahora estoy contigo y contigo todo es más llevadero, porque vos sos una fogata que arde en el más duro invierno. Hermano, sos el más bello lápiz escribiendo los más preciosos poemas, cuentos y novelas. Sos tinta y papel, mi café por las mañanas, mi canción favorita, mi maestría y mi doctorado. Nada se compara contigo, porque sé que estarás conmigo hasta que me muera y que, mientras viva, vas a ayudarme a comprender mejor la vida y las relaciones humanas. Te juro por Dios que sueño con la idea de conversar contigo como dos grandes amigos, dos confidentes que se asesoran mutuamente ante los dilemas de la vida.

Mi sangre es el tipo de sangre que sangra a borbotones en silencio, como el suicido de quienes no soportan el dolor y nos abandonan sin dejar nota de despedida. Pero yo pude soportar el dolor y muchísimo más. En el pasado he salido a las calles a desafiar a la muerte y al sufrimiento, buscando situaciones que puedan vencerme, pero hasta ahora nada pudo tumbarme. Mi joven piel está repleta de cicatrices, huellas, pisotones y quemaduras. Mi espalda está repleta de latigazos y todavía hay sitio para los que están en camino. Es cierto que parece ser que me volví menos sensible, pero creo que es la única manera en que puedo seguir viviendo como si el mundo siempre valiera la pena. No soy un adicto a la vida, pero ocurre que en mis ojos cargo la fuerza de mi abuela Reina, las profecías de mi abuelo Godoy, el esfuerzo de mi abuelo Caballero y la tenacidad de mi abuela Francisca. Provengo de los más humildes rincones, que a su vez representan una estirpe bélica y salvaje que, ante la necesidad, es capaz de convertirme en el animal más peligroso y resistente, porque a mí nadie puede matarme, nadie puede quitarme la vida, nadie puede asesinarme, nadie puede ejecutarme. Yo no puedo morir, porque mis ideas viven en mis seres queridos y porque he nacido para tocar el sol con las puntas de mis dedos. Yo no estoy solo, conmigo vienen las almas que he conocido y las alegrías que he generado. Thales me acompaña. Conmigo está “Aquel que hace aquello que ha sido hecho”. 

Tengo un corte considerable en mi brazo estoico, pero no deja de ser estoico y, por tanto, inquebrantable. Mi alma ha sido mutilada en mi niñez, lo que me ocurra de adulto ya no importa ni me duele. Mi sangre es el tipo de sangre que quema y envenena a quienes quieran verme sangrar. Mamá, no te preocupes nunca. A vos te cortaron muchas más veces y de peores maneras. Yo soy tu hijo, tu guerrero, tu soldado, tu fiel seguidor y tu dragón protector que sobrevuela tus nubes de bondad. No importa lo que me pase, porque estoy hecho de mimbre y no importa cuánto me doblen, si vos estás conmigo. Eso es lo que importa. El resto puede morir.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Microexpresiones

De animales a nubes